POR ENCARGO

No lo tomes como insulto, pero estás colgada. Es imposible evitar aprovecharme de tu situación, aunque tampoco siento que esto sea un abuso; siempre te dejas. Y dejarás abierta la ventana una vez más creyendo que hoy será un día de sol, y entraré por ella. Tendrás que moverte quieras o no. Seré amable en mi llegada y rabioso en mis sacudidas cuando esté sobre ti. Arriba, hacia un lado y abajo. Arriba, hacia un lado y abajo. Arriba, hacia un lado y abajo. Luego me iré despacio, acariciándote con cariño. Nada que no conozcas ya.
Qué bonita imagen...

En alguna ocasión lo hicimos en presencia del joven que todas las noches duerme contigo. Lo recuerdo con la mirada llorosa, vencida, hasta que un día me cansé de verlo así y le sequé las lágrimas de golpe, ¿te acuerdas? El joven se quedó en silencio, inmóvil por un instante. Cuando reaccionó después, parecía otro.
Aún no sé muy bien qué fue lo que pasó por su cabeza, qué le hizo tomar conciencia y cambiar, pero con el tiempo supe que nunca más volvió a llorar.

Se levantó despacio, dirigiéndose hacia ti, y te acarició con una calidad excepcional mientras te hacía a un lado. Sentiste su tacto valiente y decidido, e incluso optimista, y ese gesto se tradujo en despedida, triste para ti por el abandono de aquella nueva mano, fecunda para él por su incomprensible pero bienvenido renacer.

Te quedaste mirando a la pared, como castigada, aunque sintiendo su espalda. Pudiste notar en su respiración que la habitación parecía estar especialmente cargada para el joven y que se pegaba a la ventana con fuerza para tomarme con placer. Se volvió con calma y sacó del armario una caja de madera que guardaba de la primera boda a la que acudió; una de sus muchas cajas fuertes.

Aún conservaba un fresco aroma a puro.
Lejos de querer recordar, ni tan siquiera lo bueno de aquellos tiempos pasados, corrió la tapa cerrando de nuevo la caja, viendo cómo los objetos que se hallaban dentro se teñían de oscuridad. Miró las otras cajas y abandonó la habitación sin más.
Lo oíste camino de la planta baja por la escalera, el abrir y cerrar de la puerta, y el sonido menguante de sus pasos por la tierra.

- ¿Volverá? -, me preguntas.

- Probablemente no... -, te respondo.

A pesar de haber enjugado sus lágrimas muchas veces, tú eres una simple cortina, sin vida, y yo sólo soy aire.
Nunca podría estar eternamente dentro de él.


Francisco Cesteros — Valladolid, 27 de junio de 2010.