UN JUEGO DE NIÑOS

Reconozco que mi vocación por la interpretación viene de muy lejos.

"¿Qué puedo hacer?", pensé yo. Me tumbé en el suelo, centré mi atención en escuchar bien y esperé. Hoy tocaba hacerse el muerto...
Poco después mi hermana me descubrió boca arriba, inmóvil. Me movió con fuerza, pero no respondía. Asustada, trepó por una estantería repleta de libros y juguetes hasta lo más alto. Revolvió como pudo buscando algo, y cuando dió con lo que quería, regresó al suelo de un salto. Yo contenía la respiración como podía. Me moría de la risa por dentro al sentir que había logrado preocuparla:

- ¡Te cuento hasta tres para que te levantes o si no ya verás! -, confundida.
- Uno. Dos... ¡Tres! - Silencio.
- ¿Te levantas o no? -, preguntó en balde.

Segundos después intentó reanimarme con todas sus fuerzas: me golpeó en la boca con una porra de militar. Me reventó el labio superior
y me partió un poco un diente. Yo gritaba con la boca ensangrentada, en busca de mi madre:

- ¡Eso te pasa por querer asustarme! -, alegaba ella.

Hasta que fue desapareciendo, la aspereza del diente me impedía mover la lengua demasiado, y era un fastidio. Poco a poco me fui acostumbrando y no le di importancia alguna a la nueva situación. El diente roto se convirtió en una seña de identidad propia. A medida
que pasaba el tiempo, fui recibiendo comentarios y opiniones de todo tipo:

- Te hace distinto; especial -, algún familiar.
- Me gusta porque refleja tu oposición, tu rebeldía -, entre amigos.
- No me he fijado en éso precisamente... -, los ligues.
- ¡Ni se te ocurra arreglártelo, eh! -, compañeros de trabajo.
- ¿Cómo te lo hiciste? ¡Qué guay! -, cuando conocía a gente.
- ¿Y alguna vez no te han cogido para un papel por éso? -, otros.

Dieciséis años después, he decidido realizarme la mejora estética del diente. Y quiero dedicarle este episodio con todo mi cariño a mi hermana pequeña, Carmen, autora de la huella más evidente de mi infancia y adolescencia.


Francisco Cesteros — Valladolid, 25 de abril de 2009.