MI AMIGO POBRE

- ¡Hay un pobre en el túnel de al lado del bar Alejandro's! ¡¡Vamos a verle!! -, gritó un niño del barrio.

Todos los que aquella tarde hacíamos la merienda en la calle, echamos a correr con la misma velocidad y excitación que siente un león cuando lucha por atrapar a su presa. Nos agolpamos a la entrada del túnel. Efectivamente, el pobre se encontraba dentro, entre unos cartones. Parecía incomodarle nuestra presencia, nuestros susurros infantiles. Tras observarlo aténtamente, con máximo respeto,
como si se tratara de una valiosa pieza de museo, me decidí a decirle "hola" y a preguntarle cuál era su nombre. Se hizo el silencio en seco.
El hombre tosió manso y dirigió su mirada hacia mí. Sus ojos azules me hipnotizaron, sin duda. Sonrió amable, pero no contestó. Volvió a bajar la cabeza lentamente y sacó un bocadillo envuelto en papel de periódico. Tal vez no me había oído, pero no me atreví a preguntarle
de nuevo. Le vimos comer durante un momento y luego nos fuimos.

Según se comentaba, había decidido instalarse en el lugar. Las madres no tardaron en prohibir que nos acercáramos a él. Yo pedía a mis amigos que me acompañaran a verlo, pero ninguno quiso.
Cada tarde, en la distancia, pasaba por el parque para comprobar si seguía allí o no. Cuando el hombre sentía que yo andaba próximo, cesaba lo que estuviera haciendo y me miraba atento, con la expresión relajada. Sin mover ni un músculo, parecía invitarme a que me acercara. ¡Qué influjo tan grande! Al principio reprobé la idea, pero después terminé yendo.

Era un hombre interesante, atractivo e inteligente, que a pesar de que hablaba poco (siempre con un tono de voz agradable), me contó
cosas muy interesantes en aquellos días. A él también le gustaba escucharme a mí. Visto desde fuera se trataba de la surrealista imagen
de un niño de siete años y un pobre juntos, pero en verdad ésta era una amistad muy especial.
Mi madre supo que yo le visitaba y me justifiqué diciendo que lo hacía para darle mi merienda. Desde entonces, ella se encargó de que
no le faltase qué comer. Le imploré que permitiera que fuese yo mismo quien le llevase el sustento. ¡Me importaba tanto! Mis ojos negros, ya de un azul invisible, le hicieron confiar en mí y accedió a que únicamente fuese allí para entregarle la comida; el hombre llevaba tiempo en el barrio y no había causado problemas, era conocido. En principio, no había nada que temer.

Los días transcurrían y la tos de mi amigo comenzaba a acentuarse cada vez más. Parecía enfermo y no convenía hablar, por eso pasamos en silencio unas cuantas tardes. Y tristemente, una de ellas desapareció.
El pobre se había ido. Me apoyé en una pared recordando todo lo que habían supuesto para mí aquellos días. Luego, afligido y emocionado, dejé sobre sus cartones el bocadillo que traía para él, del mismo modo que el que deposita un ramo de flores sobre la tumba de sus muertos.


~ Constitución Española de 1978 ~

Título Primero: De los derechos y deberes fundamentales.

Capítulo tercero: De los principios rectores de la política social y económica.

Artículo 47: Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. [...]


Francisco Cesteros — Valladolid, 14 de septiembre de 2007.