Miro a mi hermano con mucha pena, que está a mi lado. Tiene catorce años y es adorable. Lleva unos días sin hablar. Él es mi fuerza. Ya no me queda nadie más que él.
- No aguanto más... -, murmura con voz ronca.
- Sé fuerte -, le dice una chica que estaba tumbada junto a nosotros.
Sorprendida por la voz de mi hermano, le acaricio, y sonrío a la chica por el ánimo prestado.
- Yo también estoy muy agotada, muy sedienta-, con voz grave.
- Ya falta poco para llegar -, recordó ella.
Era cierto. Sólo necesitábamos oírlo de nuevo. Durante el último reparto de agua la gente más entendida compartió sus conocimientos con
el grupo. Tenían confianza en los acuíferos naturales, aquellos que se consideraban inútiles en el siglo XXI. Entonces se afirmaba que el incremento de la temperatura los haría desaparecer. Hoy son nuestra única esperanza. El color violeta de las nubes me ahoga más que nunca. ¡Me siento tan débil! Me desvanezco...
Abro los ojos creyendo que sueño despierta. La chica con la que hablé antes está humedeciendo mi cuerpo con raíces o algo similar.
- Te has desmayado -, la chica.
No reconozco el lugar. Estoy dentro de una cueva o de una zona transitable de un acuífero, no sé muy bien.
- ¿Te sientes mejor? -, mientras sigue humedeciéndome.
- Sí, mejor, gracias -.
Mi voz se torna un poco más clara que durante la tormenta, y voy recuperando el sentido poco a poco. Aún estoy confusa. La mirada triste de la chica se clava en mi pecho. Compruebo que su significado es la ausencia de mi hermano. Lamento mucho no haber despertado a tiempo. ¿Habría salvado a mi hermano? ¿Hubiera podido hacer algo por él? Lo pienso, y no acierto a preguntarlo.
Francisco Cesteros — Valladolid, 7 de julio de 2007.