COMO LAS HOJAS

Llevaban una vida secreta en común, al margen de la existencia para el resto de los mortales. La llevaban. Ahora no. Sólo está él, y está solo. Hubo un tiempo, maravilloso, en el que leía poesía con ella bajo un gran árbol, sin nombre para ellos. Era su punto de encuentro en aquellas tardes de otoño donde la luz delicada del sol acariciaba sin permiso la pieldel rostro de su amada.
La naturaleza, que marchitaba paulatinamente, los envidiaba, celaba de su pasión en medio de un silencio innocuo. Era el único testigo de ese gran amor. Día tras día, las hojas del árbol luchaban entre sí para rozar los cuerpos de los enamorados tras su caída. Ilusas, soñaban con contagiarse de vida y no morir presas del frío del inminente invierno, pero no lo consiguió ninguna.

Al mismo tiempo que la naturaleza mudó su color ocre por otro gris, ella era víctima de un cambio con una finalidad fatal. Imperceptible e implacable, iba tejiendo el luto de él. El joven hacía lo posible y lo imposible por mantener la llama de la pasión de ella. Prueba superada.

La tarde más fría, tal vez por ser la última del otoño, el invierno se aprovechó de la situación creando un escenario lúgubre, claramente oscuro. Después de la lectura habitual, se fundieron en un abrazo, un abrazo de despedida, y ninguno de los dos lo sabía. Ella le besó la comisura de los labios, y fue desplazando su boca hasta poder decirle al oído "Te quiero". Él no contestó. Trémulo, apretó con más fuerza
a la mujer y quedaron un tiempo así. Ella parecía resbalar de entre sus brazos, como aquellas incasables hojas
en su nefasta danza. Su temperatura era más fría que el ambiente. ¿Por qué?

- ¿Por qué estás tan fría hoy, cielo? -

Esta vez fue ella quien no contestó.

Intentó reanimarla asustado sin lograrlo. El invierno acababa de llegar a su corazón; la noche eterna, para ella. Él lloraba, desconsolado, golpeando a las hojas enfermas, que también lloraban. Ninguna se atrevió a mirarle.

Ahora él vaga por el mundo mirando a los ojos a la gente, para encontrarla de nuevo. Y no está. Cuando oye "Te quiero", desfallece, como
las hojas. Cuando lee poesía, siente el abrazo de ella, como las hojas sienten la gélida brisa del invierno. Se mira en el espejo y no ve nada,
como si no mirase. Pasa el tiempo. Y luego, más tiempo. Sólo hay una diferencia entre las hojas y él: ellas lucharon para evitar su llanto,
y a pesar de que no lo consiguieron, ya no lloran; él lloró, y aunque ya no tiene lágrimas, no cambia. Llora.


Francisco Cesteros — Valladolid, 8 de diciembre de 2006.